Sentando en los bancos de la estación las tardes pasaban mucho más rápido que encerrado en casa. Los vaqueros apenas le abrigaban en aquella ciudad y el frío le calaba todos los huesos. Sacó un cigarrillo, hizo un hueco con las manos, encendió el mechero y se puso a fumar. Calada tras calada miraba a su alrededor. Se había prometido muchas veces que lo iba a dejar, pero sería el frío, sería la soledad, sería aquel invierno que lo estaba matando, o cualquier otro motivo lo que le impedía dejarlo.
Odiaba sentirse solo es su propia casa. Había dejado familia (hermanos, padres, cuñados, tíos, mujer, hijos...), todos habían puesto sus esperanzas en él, "no nos falles" le dijeron.
En aquella estación por lo menos se sentía acompañado, de desconocidos sí, pero al menos no vivía la soledad de una casa vacía, probablemente aquellos bancos se convertirían dentro de poco en su nueva casa por lo que más le convenía ir adaptándose a ellos.
Lo peor no era la soledad ni la indiferencia que había a su alrededor. Lo peor era la culpa. Se sentía culpable por haber fallado a tanta gente, el "no nos falles" resonaba en su cabeza a cada minuto, a cada segundo.
Y ¿ahora qué? ¿volver? ¿quedarse? ¿como le recibirían si volviera? mejor no pensar.
El cigarrillo se acababa, la gente pasaba a su alrededor y el frío cada vez era más frío.
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